Después de algún
tiempo -y sólo después- tenemos la oportunidad
de regresar a ver esas heridas y ver cómo nuestras manos cansadas de sostenerlas,
se hicieron más fuertes.
Ahora cabe la
posibilidad de sonreír con el pasado y ver cuánto hemos aprendido, cuánto hemos
crecido y cómo hemos caminado. No me he muerto, no lo haré. Resulta escalofriante
y bastante lúgubre recordar aquellos días donde el corazón no quería latir más
y me da mucha nostalgia por haber perdido horas entre lágrimas que ya
resultaban vanas. Necesitaba aprender, es verdad. Pero la decisión de abandonar
ese letargo era solo mi voluntad. En
fin, es tarde para arrepentimientos.
Aprendí que no puedo
delegar mi felicidad a nadie, que eso está mal. Porque hay personas que no
saben quedarse, otras que no quieren y unas últimas que no lo harán, porque no
hay razón para hacerlo. Mi felicidad no depende de los mil te quiero que me puedan gritar, ni de un te amo que me quieran prometer, peor aún de atardeceres entre sábanas o de noches de pasión.
Mi felicidad se
construye con mi compromiso de vida, por las tantas cosas que me quiero jugar,
por las mil locuras que quiero cometer y por el sin fin de te amos que quiero
gritar. Mi felicidad la consumo
en el escenario, cuando se abre el telón, entre los disfraces, con las
máscaras. Mi felicidad está en las calles, con el puño en alto, con los pies
cansados, de la mano de mis compañeros, robando besos de algún amante,
compartiendo momentos de amor. Mi felicidad la comparto con quien cierra mis
ojos con sus labios para juntos alcanzar las estrellas, quien se queda conmigo
en lo efímero de un suspiro. Mi felicidad no se llena con halagos ni promesas absurdas, sino con palabras sinceras, con colores que pintan mis estrategias, con pinceles que definen mis tácticas. Con
alegrías que dibujan en mí una sonrisa exacta.
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